Los aportes a la discusión legislativa sobre libertad de expresión, de la mano de Alfredo Luenzo y Waldo Wolff. Los textos son parte del libro Cuando aumentan las necesidades, son aún más importantes las libertades, de FOPEA.
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La sociedad transparente no quiere fake news
Por Alfredo Luenzo Senador nacional por Chubut del bloque Frente de Todos, periodista, psicólogo y docente
Transparencia, acceso a la información y libertad de expresión son tres de los pilares fundamentales de esta democracia que estamos construyendo todos los días en conjunto. Esa estructura tripartita es fundacional. Sin esas tres cosas colaborando en armonía, no estaríamos hablando de un sistema institucional que tenga al Pueblo como sujeto preponderante de la acción de gobierno.
La pandemia también nos ha planteado desafíos en el rol institucional de la información. Y lo ha hecho desde dos planos. En primer lugar, entendiendo que la gestión exitosa de esta emergencia de salud precisa de la participación de toda la ciudadanía. Es una etapa en la que todos estamos colaborando individual y colectivamente. Y en este aspecto, ejerce un papel clave el rol informativo de los medios de comunicación, los periodistas, las entidades intermedias y los líderes de opinión en las plataformas digitales, así como la comunicación institucional de políticas de prevención e higiene.
Por otro lado, estamos frente a una sociedad civil que cumple el aislamiento y que está ávida de información de buena calidad sobre lo que está pasando en materia sanitaria, en lo económico por la caída de sus ingresos, en lo social y quizás también en materia educativa, para garantizar el ciclo lectivo 2020 de sus hijos.
Tenemos una sociedad civil muy atenta, que ejerce el rol de verificar que las medidas que se adopten estén basadas en evidencia sanitaria, como está ocurriendo, y que no haya, por ejemplo, irregularidades en los procedimientos y, sobre todo, que no se confunda el concepto de Estado Presente –que es la gran herramienta que tenemos para enfrentar las consecuencias de esta pandemia-, con algunos ejercicios arbitrarios que se están registrando en un par de distritos, lamentablemente, y sobre los que está tomando intervención la autoridad competente.
Es aquí donde la protección de los principios de transparencia de los datos, acceso a la información pública de los actos de gobierno y la libertad de expresión son indispensables para contribuir a la rendición de cuentas y al debate público. Pero, además, remarco que en este contexto de emergencia sanitaria esos derechos son herramientas troncales para la toma de decisiones por parte de la ciudadanía que quiere cuidar su salud.
Dicho esto, sin dejar de atender las urgencias que nos plantea la pandemia y con ella la emergencia social, me parece pertinente hacer una reflexión sobre las cuestiones estructurales en materia de los derechos de comunicación que necesita la Argentina y que en estas semanas han quedado expuestas. Me refiero a cuestiones intrínsecas a la libertad de expresión, la pluralidad y al derecho a la información de la ciudadanía. Hablo de los desafíos que tenemos en materia de infraestructura de telecomunicaciones y que merecen un debate específico; hablo de cómo vamos a solucionar la laguna legal que ha quedado en materia de contenidos de producción nacional y cómo lo vamos a articular con las nuevas plataformas de contenidos audiovisuales, que es hacia donde están migrando las audiencias (esta es una solicitud específica de las universidades, de las sociedades intermedias y del sector audiovisual); y también, por qué no, sobre una materia que parece tabú y que despierta inquietud en algunos sectores, que es el de las redes sociales.
Quiero subrayar esto dado que, cuando hice referencia al concepto de regulación en las redes, algunos sectores malintencionados, con la abierta intención de no habilitar el debate sobre lo que nos está pasando a toda la comunidad con el fenómeno de las fake news y los mensajes virales, salieron a descalificar y tergiversar el espíritu de mi propuesta, que es el de elaborar una agenda en conjunto. Lo que quiero que quede en claro, tanto por mi exposición anterior como por mi formación profesional, ya que he trabajado en muchos medios de comunicación de la Argentina antes de representar a la Provincia del Chubut en el Senado, es que la libertad de expresión es un derecho humano y por ello no se negocia. Pero la difusión de fake news no es libertad de expresión. Tengamos eso en claro. Como periodista profesional he realizado mi actividad resguardando los principios de chequeo de fuentes y responsabilidad ulterior en todo aquello que aporté al debate público como noticia: información veraz, comprobada y amparada bajo el secreto profesional. Ese es el concepto que mantienen hoy los periodistas, las entidades intermedias y muchos líderes de opinión en las redes sociales. Y dejo afuera a los usuarios particulares, porque generalmente están en el ámbito de la opinión y eso no es información.
Las fake news no son ni información editorial ni son opinión. Las fake news son una mentira con formato informativo para influir en la ciudadanía.
Cuando hablo de regulación, entonces, me refiero a fake news. Cito un ejemplo que tenemos presente: ha quedado muy en claro en esta pandemia la difusión de falsos positivos de COVID-19 en pequeñas comunidades de nuestras provincias argentinas que generaron conmoción. Y esos falsos positivos se difundieron a la población en esquemas virales. También tenemos presente la difusión de versiones apócrifas del Boletín Oficial que daban cuenta sobre supuestas cuestiones de la cuarentena e inexactitudes sobre las actividades exceptuadas, que generaron confusión en la ciudadanía.
Se trata, en ambos casos de los que podría escribir dos páginas, de fake news con objetivos proselitistas, que hacen el juego a intereses sectoriales. Seamos claros en esto: no es un error de chequeo de fuentes, sino mentiras manifiestas. Y a la situación de las fake news, hay que sumar las expresiones discriminatorias de todo tipo y la proliferación de videos de la intimidad, y hacer referencia a la necesidad de proteger a los menores, que también hacen ejercicio de las redes, y a la de asegurar el respeto a la propiedad intelectual.
Todos estos elementos hoy están en una laguna legal, pero que en el caso de los medios de comunicación sí están regulados y eso en nada ha dificultado su rol institucional. Por el contrario, lo ha fortalecido.
En ese marco, es que invito a que demos un debate en términos de protección de derechos en el ámbito de las plataformas y redes sociales, porque la autorregulación no está llegando y, cuando lo hace, llega tarde. Por ejemplo, el caso de la empresa más conocida de mensajería instantánea que ha limitado la posibilidad de reenviar contenido en forma masiva. Es un caso testigo: las propias plataformas reconocen que el fenómeno de las fake news es preocupante a nivel global. No es regular para cercenar, es garantizar el derecho a la información.
Por sus características, las redes sociales tienen una función institucional fundamental por su instantaneidad, porque facilitan el acceso a la información de amplios sectores sociales, porque en ellas se publica la información institucional necesaria, se mejora el acceso al contenido cultural e, incluso, han permitido saltar “cerrojos informativos” en algunos países asiáticos. ¿Por qué entonces me refiero a legislar? Porque solo la política pública puede atenuar las asimetrías manifiestas.
Por ello, también creo que debemos debatir si las grandes plataformas no podrían acompañar con un reconocimiento económico a nuestras empresas periodísticas que enfrentan una situación muy crítica. Y seamos claros acá: las plataformas utilizan gran parte del contenido periodístico realizado por los profesionales de los medios para incorporarlo dentro de los servicios que brindan a sus clientes corporativos o particulares independientes. Si las plataformas obtienen ganancias a partir de la propiedad intelectual de un periodista profesional o de un medio de comunicación, ¿no sería razonable que abonaran un fee a los medios por cada información que citan en sus canales o alertas de noticias? Eso ya sucede en Francia, Gran Bretaña y España. ¿Por qué la Argentina no puede debatir el tema en ese mismo sentido? La sociedad transparente no quiere fake news. Exige más información veraz. Quiere noticias.
Libertad de expresión: un concepto vivo y en constante evolución
Por Waldo Wolff, Diputado Nacional por la Provincia de Buenos Aires del bloque Juntos por el Cambio, presidente de la Comisión de Libertad de Expresión de la Cámara de Diputados
Existen muchos adagios y aforismos sobre la libertad de expresión. En el siglo XVIII, Thomas Jefferson dijo: “Si yo tuviera que decidir entre un gobierno sin prensa y una prensa sin gobierno, no vacilaría un instante en preferir lo segundo”. Del otro lado del Atlántico, en la misma época, hay una frase que se le atribuye a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Podrán ser exageradamente dramáticas, pero estas afirmaciones ilustran muy bien sobre la importancia de la libertad de expresión. Es uno de los más básicos derechos humanos y la piedra basal de una democracia. Es por eso que el propio Jefferson agregaba: “Nuestra libertad depende de la libertad de prensa, y esta no puede limitarse sin perderse”.
Más adelante en el tiempo, hasta el padre del psicoanálisis tuvo algo para decir: “La humanidad progresa. Hoy solamente queman mis libros. Siglos atrás me hubieran quemado a mí”, sostuvo mordazmente Sigmund Freud. Y apenas años más tarde el genial George Orwell, el implacable crítico de los totalitarismos, señaló con acierto: “Libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír”. Algo de eso ya había insinuado décadas atrás el noruego Henrik Ibsen en su obra Un enemigo del pueblo.
Entre nosotros, el presidente Arturo Illia proclamó en su momento: “Jamás acepten los jóvenes que les cercenen el más importante de los derechos que tiene el ser humano, que es la libertad de pensar”. Y el gran Domingo Faustino Sarmiento dijo no solo que las ideas no se mataban; también señaló: “No puede haber libertad civil sin absoluta libertad de imprenta”.
La libertad de expresión es un concepto vivo y en constante evolución. Comenzó siendo un principio limitado a no censurar previamente a un escritor en materias más bien políticas. Nuestra Constitución Nacional de 1853 hablaba explícitamente de “publicar ideas” por medio “de la prensa” y menciona que el Congreso no dictará normas que restrinjan la libertad “de imprenta”. Pero nada se decía de la literatura, el teatro o los actos públicos. Ni tampoco de eventuales “censuras posteriores”.
Con el tiempo se asumió que esa libertad se extiende a todos los medios, no se circunscribe a cuestiones políticas y que la censuram puede ser tanto previa como ulterior.
La propia Constitución tenía la respuesta en su artículo 33: “Las declaraciones, derechos y garantías (…) no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”. Allí está todo.
Con posterioridad, la “prensa” pasó a ser también la radio, el cine y la TV y surgió el concepto de medios de comunicación masiva. La telegrafía y la telefonía pasaron a ser las telecomunicaciones, que luego también incluyeron la transmisión de datos y las computadoras, dando origen a Internet: el medio que maridó la comunicación masiva con las telecomunicaciones punto a punto. Llegamos así a nuestra era de convergencia comunicacional.
La prensa papel se convierte en un medio digital y los flujos de sonidos e imágenes en Internet equivalen a la radio, la TV o el cine.
En ese mundo online existe sobre todo la interactividad, expresada en forma superlativa ―con lo bueno y lo malo-, a través de las redes sociales.
Los países democráticos han reconocido desde hace muchos años tanto la libertad de expresión como la libertad de fundar un medio, configurándose sistemas de comunicación con un grado de variedad que permiten dar lugar a comunicadores y periodistas con distintos puntos de vista y ofrecerlos a las audiencias.
Así, puede decirse que la libertad de expresión de cada comunicador y periodista es el correlato de la libertad de información y de elección de cada integrante de las audiencias.
Pero ya no se trata de una persona que consume pasivamente un medio y que lee el diario o absorbe un programa de TV sin comentarlo con nadie. Ahora toda persona con una computadora o un teléfono celular es, a la vez, emisor y receptor con alcance mundial en un mundo donde ya no existen los límites del papel, ni la escasez de frecuencias. Solo el tiempo disponible y la interacción múltiple de millones de personas marcan los límites actuales para comunicar.
Es cierto que en este entorno de multiplicidad y hasta de cacofonía de mensajes, las fuentes de información de confianza y el trabajo del periodismo profesional y creíble seguirán teniendo una importancia clave. Serán contrapesos para no sucumbir ante las fake news, los rumores, las campañas interesadas y las operaciones.
Sin embargo, no cabe duda de que hoy la libertad de expresión debe cubrir todos los medios y plataformas. Ahora bien, la pregunta, ya bastante adentrados en el siglo XXI, es ¿qué es libertad de expresión en 2020?
Por supuesto, hay un trío de conceptos clásicos que mantienen todo su vigor:
1) No debe haber censura previa por medidas coercitivas de gobierno.
2) No debe haber delitos de prensa per se, sino delitos que se cometen a través de la prensa.
3) No deben regularse los contenidos de la comunicación.
Las violaciones a esos principios, muy comunes en la Argentina antes de 1983 y en muchos lugares del mundo hasta hace unos años, han quedado atrás debido a su carácter burdo y abiertamente autoritario. Sin embargo, pueden renacer camufladas en regulaciones de nuevas plataformas que no se entienden bien. Por eso es indispensable estar atentos frente a las posibles amenazas a la libertad de expresión.
¿Cómo legislar sobre la responsabilidad de plataformas intermediarias en Internet como los buscadores, sitios de streaming o redes sociales? ¿Se los puede o no conminar a eliminar contenidos desde instancias administrativas o aun judiciales cuando existan violaciones a la ley? ¿Y si se trata de delitos inminentes o abusos contra menores? ¿Se puede sancionar a esas plataformas por lo que hagan terceros que usen sus servicios? ¿Puede una red social de uso generalizado, aun siendo una empresa privada, implantar censuras sobre temáticas o palabras? ¿Es legítimo que el gobierno haga “ciberpatrullajes” sobre lo que sus ciudadanos escriban en redes sociales, aunque sea para prevenir supuestos delitos, o se trata de inteligencia política interna?
Todavía hay un debate muy intenso sobre estos puntos y divergencias muy amplias entre especialistas, pero no cabe duda de que hay que estar siempre alertas para combatir la restricción de las libertades. Ya es un lugar común notar que cuando se buscan eliminar las
libertades e implantar un régimen autoritario, la primera libertad que cae es la de expresión.
El peligro para la libertad de expresión, sin embargo, viene mayormente por otros lados. Existe lo que distintas ONGs internacionales han llamado “censura sutil” emanada o inducida desde el gobierno de turno o aun de la propia sociedad cuando secunda de una manera mayoritaria y fanática una posición.
El reciente caso de la pandemia del coronavirus brinda un gran ejemplo de la importancia de la libertad de expresión como factor de control y denuncia para corregir inconsistencias. También ofrece un ejemplo de conductas hostiles a esa libertad que aprovechan el momento para repudiarla, silenciar a voces disidentes y crear un clima intimidatorio.
Es posible que en guerras o emergencias extremas algunos derechos y libertades puedan restringirse, siempre en forma acotada y lo más brevemente posible. Pero de seguro que entre esos derechos no debe figurar la libertad de expresión. Precisamente, se trata de una herramienta indispensable para denunciar errores o irregularidades.
Como lo demuestran muchos episodios de la historia argentina, la libertad de expresión es tanto más necesaria cuanto más intensa sea la emergencia. Los gobiernos tienden a acumular más poder en esos momentos y gran parte de la opinión pública tiende a cerrar filas para apoyar el accionar oficial, aunque esto signifique hacer la vista gorda a excesos o abusos.
Durante la pandemia, gracias a la libertad de expresión se detectaron los casos de corrupción y sobreprecios en la compra de alimentos, el desorganizado operativo de jubilados haciendo colas frente a los bancos con un gran riesgo de difusión del virus en un grupo vulnerable. También se informó debidamente sobre las precauciones a tomar y se instaló un debate apropiado acerca de la conveniencia de equilibrar las restricciones sanitarias con evitar el desmoronamiento de la economía.
Gracias a esa libertad de expresión se conoció el caso de vecinos que amenazaban a médicos o trabajadores de la salud a no volver a sus departamentos para evitar supuestos contagios en los edificios.
En cambio, una parte de la opinión pública vio en la emergencia un motivo para impulsar el pensamiento único o la corrección política, la nueva modalidad contemporánea de la censura en modo “ambiental” y que puede venir o no de esferas oficiales. Así, se descalificó o se avaló la descalificación de periodistas, dirigentes políticos o economistas que tenían posiciones discordantes acerca del alcance y la prolongación de las medidas tomadas. Precisamente porque decían cosas que algunos no querían oír.
Hoy las restricciones (incluyendo el acallamiento de voces críticas por acción de gobierno o por presión de parte de la opinión pública) se revelan claramente como perjudiciales e inconvenientes. No hacen más que debilitar al gobierno y la población de un país cuando justamente se la necesita más alerta, informada y crítica ante esta clase de situaciones límite, como bien se ha podido ver durante esta pandemia.
Este es el valor de la libertad de expresión. Aunque a algunos les parezca un “valor burgués” del siglo XIX, un principio de tiempos de papel y de discursos en tribunas, es un principio que se agiganta, se complejiza y se fortalece, incluso en medio de las nuevas plataformas y tecnologías y en medio de guerras, pandemias o conmociones.
En suma, es un principio que nunca pasa de moda.